En México, una buena parte de la población enfrenta obstáculos para ejercer sus derechos. Sin embargo, históricamente han sido las mujeres, las personas adultas mayores, las personas con discapacidad, las niñas, niños y jóvenes, los pueblos y comunidades indígenas, los migrantes, entre otros grupos, quienes han experimentado reiteradas vulneraciones a sus derechos en los diferentes ámbitos de la vida pública y privada.

A pesar de los avances en materia social, económica y política de la última década, es una realidad que las oportunidades de desarrollo no han llegado a todos los mexicanos, pues son muchos los casos en que las personas se ven orilladas a abandonar sus esfuerzos por mejorar su calidad de vida, debido a las numerosas barreras que impiden el acceso y disfrute de los derechos en el país.

De acuerdo a cifras oficiales, tan solo en el tercer trimestre de 2019, en 17 de los 32 estados del país aumentó el porcentaje de población que no puede adquirir la canasta alimentaria básica con su ingreso laboral. Esto, al tratarse de lo mínimo indispensable para la subsistencia de las personas y sus familias, también representa limitaciones importantes para acceder a otros satisfactores que pueden elevar sus niveles de bienestar y apoyar en el aprovechamiento de las oportunidades que ofrece el entorno.
La desigualdad social, reflejada en el acceso a los derechos sociales, limita considerablemente el ejercicio de los derechos políticos; es decir, que al no tener todas las personas garantizado su derecho a la salud, educación, vivienda, alimentación, entre otros, el tiempo y los recursos disponibles que bien pudieran dedicarse a participar en los procesos organizativos y deliberativos de la comunidad se encuentran seriamente comprometidos en la búsqueda de todo lo indispensable para subsistir, lo que impacta directamente en los niveles de participación y la calidad de la democracia en México.

Lo anterior, de acuerdo a los avances normativos en materia de igualdad e inclusión en el país, tendría que ser cosa del pasado, toda vez que existen principios constitucionales y obligaciones en materia de derechos humanos que mandatan al Estado mexicano el erradicar todas las barreras que limiten el pleno ejercicio de los derechos humanos. No obstante, la brecha entre la realidad social del país y lo que debiera pasar de acuerdo a las leyes, es aún muy grande.
Las prácticas discriminatorias que subsisten en nuestro país, limitan las oportunidades de desarrollo especialmente de los grupos históricamente vulnerados, por lo que no se puede hablar de un verdadero desarrollo sostenible cuando existen personas que no forman parte de esas oportunidades.

Ahora bien, la discriminación suele ser entendida como un trato injusto de una persona hacia otra, en virtud de la pertenencia de esta última a un grupo social sobre el cual existen prejuicios u opiniones sociales negativas. Esta relación o trato, no solo abarca la esfera privada, sino que se traslada también a lo público, considerando no solo la relación entre individuos, sino también la relación de éstos con las instituciones del Estado.
Según el INEGI, el 20.2% de la población de 18 años y más declaró haber sido discriminada en el último año por alguna característica o condición personal, tono de piel, manera de hablar, peso o estatura, forma de vestir o arreglo personal, clase social, lugar donde vive, creencias religiosas, sexo, edad y orientación sexual.

Las cifras oficiales reflejan que uno de cada cinco mexicanos ha experimentado dificultades sistemáticas para ejercer sus derechos. Desde luego, es una situación preocupante pues difícilmente la discriminación es reconocida y reparada por los responsables de erradicarla y las barreras que enfrentan las víctimas para obtener lo que por derecho les corresponde, son muchas veces invisibles pero reales.
La discriminación estructural, ha incrementado las brechas de desigualdad social y ha acentuado los procesos de exclusión que limitan el acceso a los espacios de representación y de toma de decisiones que afectan de manera directa las condiciones de vida de la población.

Es por tanto relevante, abordar la obligación de los estados de adoptar medidas positivas para resarcir los daños por la cultura de la discriminación. En el contexto actual, la implementación de políticas públicas encaminadas al respeto de los derechos humanos y la creación de espacios libres de violencia sistémica deben ser una prioridad, pues la sociedad cada vez menos homogénea requiere una atención diferenciada en un marco de igualdad.
Para las instituciones públicas, erradicar la discriminación y asegurar la igualdad para todas las personas representa un gran reto, en especial en el contexto actual en el que vivimos las repercusiones sociales, económicas y políticas asociadas a la pandemia del COVID-19.
El fortalecimiento de las instituciones, es, por tanto, un punto medular en el que se debe trabajar para garantizar la paridad y respeto de los derechos todas y todos, entendiendo que las instituciones son las instancias encargada de regular y organizar el desarrollo de la sociedad y garantizar la distribución de los recursos públicos.
Tener instituciones de corto alcance, así como desmantelar las políticas públicas que desde hace años apuntalaban el desarrollo de grupos poblacionales específicos, puede representar años de atraso en la consecución de los objetivos de la igualdad y la no discriminación. Por ello, una participación social cada vez más amplia y consistente es fundamental para asegurar el rumbo del desarrollo del país, independientemente de los representantes del gobierno en turno.

En teoría, la democracia se construye con la participación libre de la ciudadanía, partiendo de la premisa que proclama la igualdad de todos los individuos ante la ley sin distinción alguna. Sin embargo, hoy las circunstancias demandan una intervención más profunda para atender las causas que originan las desigualdades, muchas de ellas agravadas por la pandemia y la crisis económica, pues no puede haber libertad, ni participación efectiva si no se vive dignamente.
Para incentivar la participación activa de la ciudadanía en la toma de decisiones, en especial en el proceso electoral más grande de la historia del país, se deben asegurar, por un lado, las políticas públicas sociales como un soporte que permita a las personas formar parte del proceso que habrá de definir el presente y el futuro de la nación y por otro, los espacios de participación para dar voz a las personas y grupos que sistemáticamente se encuentran separados de los espacios de representación donde se toman las decisiones.
Lograr una representación social equilibrada tanto en las instituciones del Estado como en los diferentes espacios de la vida pública, aseguraría no solo avances importantes en materia de inclusión social sino un parteaguas en la construcción de una agenda que incluya las necesidades diferencias de la población y centre los esfuerzos en la resolución de los problemas que no se han resulto a pesar de los múltiples esfuerzos realizados.
Por todo lo anterior, la agenda de inclusión debe ser considerada como una prioridad para el fortalecimiento de la democracia, toda vez que no puede existir una participación permanente de la ciudadanía si persisten las carencias que limitan el ejercicio de derechos y alejan las oportunidades de ser cada vez una sociedad más justa e incluyente.
Bibliografía
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https://www.ine.mx/wp-content/uploads/2019/11/CM_34_DesigualdadyDemocracia.pdf
https://www.inegi.org.mx/contenidos/saladeprensa/boletines/2018/EstSociodemo/ENADIS2017_08.pdf